5 de febrero de 2010



Dejas caer tu mano, y las aguas se estremecen al roce de tus dedos.
El agua te envuelve, sabe que estás ahí, y te abraza, te hace suya; te toca, te besa, te mira.
Quiere que seas suya. Y de nadie más.
Quiere penetrar dentro de ti, así como tú has entrado dentro de ella.
Sientes sus dedos enredados en tu pelo, sus piernas en torno a tu cintura.
Explora. Se cuela.Luchas contra ella, contra su hechizo.
Luchas con tal fervor que incluso te duele.
Te asfixia su peso sobre el pecho y la vez ondulando,
reflejando la luz a su alrededor como si fuese una estrella ígnea,
independiente de otro fulgor que no sea el suyo.
Intentas resistir el embrujo y su hipnótico baile se vuelve ondulante, voluptuoso, intenso.
Olvidas todo juramento de lealtad.
Si algún día dijiste "volveré, amor mío'' .
Si algún día amaste algo que no era, cuando hoy envuelven estas aguas,
desde luego ese hombre no eres tú.
Ella te acuna, te mece, te ama por todos los poros de tu piel,
y ama del mismo modo cada partícula de aire que entra y sale de ti.
Lloras. Sin embargo no eres consciente de ello;
con el dorso de la mano ella te ha secado la lágrimas.
Vuelas en torno a ella, te ha dado alas.
Habrá quien diga que flotas, doble error.
Te hundes y lejos de suspenderte en el océano,
agitas tus alas, y las sientes a la espalda.
De pronto te mira a los ojos de esa forma que hace olvidar cuánto duelen las cicatrices.
Sonríes.
Entonces, con la lengua, abre tu boca. Se desliza dentro de ti.
La dejas entrar, tocar tu alma.
Si no estuvieses tan cansado de batir las alas, la abrazarías,
pero únicamente puedes dejarte llevar.
Piensas que no quieres volver a respirar nada más que su piel.
El cielo se cierra sobre tu cabeza, dejas de ver y te entregas a ella,
igual que ella se entregó a vos.

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